la palabra encarnada
De los cuatro evangelios, sabemos,
Juan es el más diferente de todos. Los llamados sinópticos comienzan diciendo
cómo nació Jesús, su genealogía, su relación con el bautista; pero Juan empieza
en el momento de la creación: en el
principio era la palabra. Nos habla de la preexistencia de la Palabra, de
la creación por su medio para decirnos en el versículo 14 que esa palabra se
encarnó para habitar entre nosotros.
Así que Juan nos ubica en un
escenario que ningún otro evangelista nos ubica: el mismo Dios creador es el
redentor de la humanidad. Por medio de la Palabra, nos dice, fue creado el
universo y sin él nada de lo creado hubiese llegado a la existencia.
Pero para lograr la redención del
hombre esa palabra tuvo que hacer algo diferente. No podía reconciliarnos sólo
con “la palabra”. Para lograr una nueva humanidad la palabra necesitó
encarnarse: y la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Para crear al mundo hizo falta la
palabra, para crear una nueva humanidad de igualdad y justicia esa palabra debió
encarnarse. Así nació Jesús, el misterio
de la Palabra encarnada. Y no encarnado en reyes, príncipes u hombres de
renombre, encarnado en el hijo de un trabajador, de un pueblo pobre, nacido en
un establo rodeado de animales y pastores. Allí, según nos cuenta Mateo, fue
visitado por unos magos de oriente. La tradición nos dice que eran tres y que
eran reyes. Si tomamos en cuenta esta tradición podemos decir que Jesús,
estando en el pesebre, muestra su primer acto de construcción de esta nueva
sociedad: los reyes entraron a un pesebre y se arrodillaron frente al hijo de
un carpintero, no porque Jesús fuera Dios sino precisamente porque era el hijo
de un carpintero. Los reyes, los mandatarios de la nueva sociedad, son hombres
al servicio de los humildes y no dictadores que se enriquecen a sus expensas.
Pero esto no termina aquí, la Biblia
nos dice que Jesús es la cabeza de un cuerpo. Estas palabras nos dicen que
formamos un hombre nuevo cuando toda la comunidad es un cuerpo con la cabeza de
Jesús. Esto nos obliga a algo: si la palabra se encarnó, es preciso que
nosotros también nos encarnemos. Nuestro destino, en cierta medida es el
destino de Jesús: encarnarnos en cada necesitado, en cada marginado, en cada
excluido del sistema.
Este mundo de muerte y pecado es un
mundo elitista. Los sistemas políticos destruyen, discriminan y matan a la
mayoría de la población: negros, mujeres, niños, pobres, discapacitados,
inmigrantes son, entre otros, aquellos en quienes nos tenemos que encarnar.
En la época de Jesús la pobreza era
una realidad hereditaria. Eras pobre por herencia familiar. Hoy en día, mal o
bien, hay movilidad de clase, en esa época era prácticamente imposible, allí lo
más injusto de la pobreza, que el pobre era pobre por el hecho de haber nacido
en una familia pobre. Jesús se encarnó en un pobre por la injusticia que eso
implica. Hoy, cuando hablamos de pobreza no estamos haciendo mención sólo a la
cuestión económica sino a todo discriminado que es marginado por el hecho de
haber nacido: el color, el sexo, el género, etc.
De ese lado nos tenemos que poner,
del lado de aquellos que son marginados por el sistema de muerte. Y no es una
“opción”. No se trata de que podemos sino de que debemos estar del lado de los
derechos de aquellos por quienes Cristo murió. Tenemos que predicarle al mundo
entero, pero desde esa encarnación en aquellos que más lo necesitan.
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