¡Ay patria mia!
¿Ay patria mia! ¿Hay patria? Entre los pechos de una joven cuelga una cadena de plata adornada con una cruz. La joven nunca se puso a pensar que ese sensual adorno fue en otra época un sanguinario elemento de tortura. Con uno, tal vez dos maderos, los romanos colgaban hasta la muerte a quienes consideraban merecedores de tal tortura. Hoy la cruz no ha desaparecido, se ha transformado, mutado a través de los años. Llegó a América convertida en una espada que predicaba un evangelio que solo era buena noticia para el opresor destripando a quienes no lo obedecían. Más tarde se hizo tientos para atar a cuatro caballos a Tupac Amaru y desmembrar junto a él a todo un continente. Fue veneno en el té que bebiera Mariano Moreno, fue la bala que desangró en Salta al heroico Martín Miguel de Güemes. Un centenar de años después se convirtió en la bomba que asombró al mundo destrozando la vida de millares de civiles inocentes en Hiroshima y Nagasaki. Pero ninguno de esos instrumen