¡Ay patria mia!
¿Ay patria mia!
¿Hay patria?
Entre los pechos
de una joven cuelga una cadena de plata adornada con una cruz. La joven nunca
se puso a pensar que ese sensual adorno fue en otra época un sanguinario
elemento de tortura. Con uno, tal vez dos maderos, los romanos colgaban hasta
la muerte a quienes consideraban merecedores de tal tortura.
Hoy la cruz no ha
desaparecido, se ha transformado, mutado a través de los años. Llegó a América
convertida en una espada que predicaba un evangelio que solo era buena noticia
para el opresor destripando a quienes no lo obedecían. Más tarde se hizo
tientos para atar a cuatro caballos a Tupac Amaru y desmembrar junto a él a
todo un continente. Fue veneno en el té que bebiera Mariano Moreno, fue la bala
que desangró en Salta al heroico Martín Miguel de Güemes. Un centenar de años
después se convirtió en la bomba que asombró al mundo destrozando la vida de millares
de civiles inocentes en Hiroshima y Nagasaki.
Pero ninguno de esos
instrumentos me asusta tanto como el que hoy están experimentando. El arma de
destrucción masiva en que hoy se convirtió aquella cruz es más poderosa que
miles de bombas atómicas. Entra en las personas y destroza su corazón y su
cabeza. Me aterrorizo en ver que ya gran cantidad de compatriotas han sido
infectados con ella: la indiferencia.
Que algo habrán
hecho…. Que en algo andarán…. Que no hablemos de Santiago porque es política…. Que
mejor oremos por Venezuela…. Y lentamente, de una hermosa nación, nos estamos
convirtiendo en cuarenta millones de compartimentos estancos.
Me preocupa
sobremanera. Esta arma nos está convirtiendo en autómatas y así, no podemos ser
un país
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