DISCULPEN LAS MOLESTIAS
Eduardo Galeano
Es justa la justicia?
El que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel.
¿Quién es el terrorista?
¿El zapatista o el zapateado?
¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó, legalizó la tortura y mandó aplicarla?
¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala,
o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra?
Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?
Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos.
Pero, quiénes son los piratas?
¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?
¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?
¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo?
Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también.
¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de quienes trabajan?
¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos?
Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los que lucran con el poder? ¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas?
¿Ese derecho tiene origen divino?
¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra?
¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional?
¿Contra la pobreza o contra los pobres?
¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita a la rebelión el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?
El mundo está organizado al servicio de la muerte.
Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros.
Los humanos hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando al planeta y a todos sus habitantes.
Esa tecnología se alimenta del miedo.
Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.
En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común.
Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿No nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?
¿Será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?
¿Por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo?
¿Quién manda en Afganistán?
En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.
A veces terminan mal las historias de la Historia.
Pero ella, la Historia, no termina.
Cuando dice adiós, dice hasta luego.
Es justa la justicia?
El que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a tres años de cárcel.
¿Quién es el terrorista?
¿El zapatista o el zapateado?
¿No es culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó, legalizó la tortura y mandó aplicarla?
¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala,
o los campesinos sin tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra?
Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también, quienes la defienden?
Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos.
Pero, quiénes son los piratas?
¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?
¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?
¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo?
Wal Mart, la empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también.
¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la basura y menos todavía valen los derechos de quienes trabajan?
¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos?
Si la justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los que lucran con el poder? ¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en las Naciones Unidas?
¿Ese derecho tiene origen divino?
¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra?
¿Es justo que la paz mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad internacional?
¿Contra la pobreza o contra los pobres?
¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita a la rebelión el bombardeo de la publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?
El mundo está organizado al servicio de la muerte.
Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la ejercen otros.
Los humanos hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando al planeta y a todos sus habitantes.
Esa tecnología se alimenta del miedo.
Es el miedo quien fabrica los enemigos que justifican el derroche militar y policial. Los sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste porcina.
En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia y sentido común.
Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca internacional, ¿No nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo saquea?
¿Será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y la justicia?
¿Por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi toda la heroína que se consume en el mundo?
¿Quién manda en Afganistán?
En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por delito de nacimiento.
A veces terminan mal las historias de la Historia.
Pero ella, la Historia, no termina.
Cuando dice adiós, dice hasta luego.
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