Marcos 1,4-11
Reflexión bíblica compartida por el hno
Miguel Ponsati en la Comunidad Anabautista Menonita de Buenos Aires.
Nuevamente nos encontramos aquí con una escena del Evangelio según Marcos en torno a Juan el Bautista predicando en el desierto y con
un acento puesto en el acontecimiento del Bautismo de Jesús. La esperanza de
encontrar y de escuchar un mensaje de Dios en lugares salvajes, desérticos
estaba motivada por la memoria de los años vividos por Israel en el
desierto y la experiencia segura de la providencia de Dios. A ese lugar
recóndito, alejado es
a donde llegó Jesús para ser bautizado, como todas las otras
personas. Lo hizo, no porque tuviera necesidad de arrepentirse, sino como un
acto de humildad y preparación para el comienzo de una gran misión. Se nos
presenta en una escena que desencadenará un tiempo muy especial de la historia
de salvación que Dios viene realizando sobre su creación y con su pueblo. El Bautismo
de Jesucristo señala el reconocimiento que Dios hace de Jesús como su Hijo, y
en quién tiene puesta toda su predilección; aquí el absoluto es importante: ‘toda'
su predilección. Es decir, hay una predilección plena de Dios puesta sobre la
persona de Jesucristo. El Espíritu Santo que desciende sobre él señala una
filiación directa, y esa filiación es promulgada, avalada y sostenida allí por
Dios. Es decir que la 'buena voluntad' que afirma esa filiación es divina y de
ninguna manera humana.
A veces, entre los cristianos suele haber confusión en cuanto a
una supuesta voluntad humana que definiría nuestro lugar en este mundo como
hijos/as de Dios. El pacto que Dios realiza con nosotros/as en el Bautismo
desencadena la posibilidad permanente de participar de algo que Dios realiza.
Llegar a ser hijos/as de Dios es una consecuencia de la buena voluntad que Dios
tiene para con nosotros/as, y no algo provocado por la “buena voluntad” que
podamos tener nosotros hacia los propósitos de Dios.
Como humanos que somos tenemos una tendencia esclavizante que nos
aleja constantemente de la voluntad de Dios, a eso solemos llamarlo pecado, o
la presencia del mal en el mundo, la cual de no existir no hubiera habido
ninguna necesidad de parte de Dios en hacerse ser humano, nacer en aquel pesebre
de Belén, y ahora en este acontecimiento en el que se sella una unión entre el
cielo y la tierra, entre el agua y la Palabra, entre Dios y Jesucristo por
medio del Bautismo, en señalar un camino, un recorrido. El pecado nos conduce
por caminos que nos extravían de la ‘buena voluntad de Dios', lo que de alguna
manera nos está indicando que la voluntad humana no es (tan) ‘buena' ni (tan)
'libre'. Podríamos decir que el mal que vivimos en este mundo no corresponde a
una voluntad de Dios, sino al desenvolvimiento de la voluntad humana en contra
de los propósitos de Dios. Lo que nos define como hijos/as de Dios no es lo ‘bueno/a'
que nos podamos llegar a creer que somos o lo virtuosa que pueda llegar a ser
nuestra conducta, sino que es la gracia y misericordia que Dios tiene con
nosotros/as.
También es bueno recordar que el Bautismo no solo señala una filiación
divina, también y simultáneamente nos conduce a una filiación humana: ser
hijos/as de Dios nos hace hermanos/as.
Tal vez esto ya nos reorienta en nuestro andar en la convivencia:
el otro o la otra, es un ser humano que debo reconocer como hermano/a. Aunque
tenga un color de piel diferente a la mía, aunque tenga una orientación sexual
que me incomode, a pesar de que le pueda atribuir todos los defectos que pueda
imaginar, sigue siendo alguien a quién Dios nos conduce a comprender, aceptar, reconocer
y amar como hermano/a. Por esto el Bautismo nos reubica a cada uno/a en un
lugar particular en medio de la convivencia, un lugar que nos permite ver a los
demás más allá de la voluntad humana, tratando de contemplar la convivencia
desde la misericordia que Dios nos tiene.
El camino que iniciamos en el Bautismo, procura seguir por un lado
el camino de filiación divina que tuvo Cristo, y por otro la reorientación
constante de nuestra voluntad humana a la luz de la voluntad de Dios,
principalmente en la convivencia que construimos. El Bautismo nos conduce a un ejercicio
o trabajo en el que reeducamos nuestra voluntad que tiende a perder de vista el
vínculo familiar humano que nos debe mantener unidos, y que muchas veces se
refleja en divisiones, quebrantos y violencias que alimentan distanciamiento,
rencor y odio, oscureciendo así la voluntad de Dios entre nosotros/as.
Al rememorar nuestro propio bautismo debemos recordar que
pertenecemos a Dios, a un Dios que pretende reorientar nuestra voluntad hacia
los propósitos de salvación que desarrolla entre nosotros/as, que procura
revertir la enemistad que construimos en nuestra convivencia, y llevarnos a una
hermandad que se suele presentar como una utopía. No obstante, aun como utopía
nos invita a establecer un vínculo simultáneo entre Dios y su familia, familia
de la cual nosotros/as tan solo somos una parte.
Que al iniciar este nuevo año vayamos al desierto a escuchar en el
silencio la voz de Dios, sosegadamente, sin prisas. Encontremos un espacio y un
tiempo para estar a solas con el Señor de la Vida. Abramos nuestro corazón y
motivaciones más profundas para que Dios las examine y que Él por su gracia y
misericordia nos transforme y haga cada día mejores testigos de su Reino. Amén.
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