NAVIDAD
Jon Sobrino*
Es cosa buena celebrar la vida que comienza. Aun
con todas las dudas que plantea al recién nacido y a la comunidad que lo acoge,
la alegría está justificada. De ahí, la intuición certera de rodear de
celebraciones el nacimiento de Jesús en la liturgia y en la vida real. Y por
cierto, dicho con humor, por mucho que se empeñen los liturgistas, el
nacimiento de Jesús es una fiesta más "naturalmente" alegre que su
resurrección. Y es que la "resurrección" es plenitud de vida más allá
de la historia, pero nadie la ha experimentado. La "navidad", sin
embargo, es, desde siempre, vida y ternura -dolor también a veces- que todos
hemos experimentado.
Por eso el que a un tal José y a una tal María les
naciera un niño no necesita explicación, provoca alegría y mueve a la
celebración. Es el eterno milagro de la vida. Nace un ser humano, abierto a
amar y a pensar, a comprometerse y a crear, a sufrir y a gozar. Aunque también
será tentado a cerrarse en sí mismo, y a renegar de lo humano. Todos entendemos
esto.
Celebrar navidad, celebrar la vida un 24 de
diciembre debiera ser, pues, cosa fácil, pero no lo es sin más. Los seres
humanos podemos estropearlo todo, aun lo más profundo y bello, y lo hacemos.
Dos cosas estropean la navidad en nuestros días.
La primera es -como siempre- el dinero. El
consumismo nos pone en el centro de la navidad el dinero, y eso genera un
dinamismo que a lo largo de la historia ha ido cambiando las formas de
celebración hasta degenerarlas. Ahora veneramos a un Santa Claus -bonachón,
vendedor de ilusiones infantiles, todo hay que decirlo, que alguna necesidad
llena-, pero al servicio del dinero. Queda para los templos, y algunos hogares,
recordar una tradición más ancestral y más humana: el nacimiento, bella idea
que se le ocurrió a Francisco de Asís, enamorado de lo humano y de la ternura primordial
de la vida. Hoy, para el pobre José, la pobre María y el pobre Jesús no hay
lugar en los supermercados. No sabrían qué hacer en ellos, pues, en definitiva,
respiran negocio, ambición del dinero -y eso creó el consumismo. Y los
supermercados tampoco sabrían que hacer con ellos, pues no son símbolos que
venden, no son buenos para el marketing. Y dígase algo parecido de la belleza
de un árbol, su verde color, la esbeltez de su figura, atraen, pero han acabado
convertidos -y a buen precio- en estante para regalos, lo que no es una idea
mala, pero sin llegar a los extremos actuales.
La segunda es más grave: la crueldad humana que perdura en
navidad. Es la anti-navidad. En estos años se anuncia la existencia de 42
millones de enfermos de sida -el 60% en África subsahariana, de los cuales el
75% son mujeres- y solamente el 7% tiene acceso a tratamiento. Y nada se diga
de la cruel hipocresía del árbol que se enciende en la Casa Blanca. Qué nobles
sentimientos evocará, a qué nobles pensamientos dirigirá las mentes cuando en
Irak han muerto decenas de miles de personas es pregunta más que cínica. No es
fácil celebrar navidad. Lo dijo Monseñor Romero, en palabras memorables, en la
última navidad que celebró:
Es hora de mirar hoy al Niño Jesús no en
las imágenes bonitas de nuestros pesebres. Hay que buscarlo entre los niños
desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer, entre los
pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en
los portales. Entre el pobrecito lustrador que tal vez se ha ganado lo
necesario para llevar un regalito a su mamá o, quién sabe, el vendedor de
periódicos que no logró vender los periódicos y recibirá una tremenda
reprimenda de su padrastro o madrastra. ¡Qué triste es la historia de nuestros
niños! Todo eso lo asume Jesús esta noche! (24 de diciembre, 1979).
Y si ese niño llegó a ser el Jesús de Nazaret que recorrió
Galilea y terminó mal en Jerusalén, ¿hace eso más fácil o más difícil celebrar
la navidad? Aquí el problema es más hondo, pues, sepámoslo o no, encontrarnos
con ese Jesús, es enfrentarnos con nosotros mismos, qué somos, qué queremos
ser, qué debemos ser -preguntas esenciales ciertamente para un creyente. Y para
todo el mundo. Si navidad es la aparición de lo humano de Jesús, de lo
verdaderamente humano, significa enfrentarnos a nuestro mundo con honradez,
alegrarnos con sencillez de lo bueno que tenemos y avergonzarnos sin disimulo
de los males que hacemos. Jesús nos confronta con nosotros mismos. ¿Es eso
fácil o difícil?
Quedemos, en esta reflexión, en que la navidad es difícil y
fácil. En elegir una u otra cosa está en juego nuestra fe. Con o sin lucecitas,
con o sin cohetes, con o sin una buena comida -y ojalá haya luces, cohetes y
comida para los pobres, y ojalá no haya exceso de carnes y licores extranjeros
para los ricos- tenemos que elegir entre el gozo o el miedo que trae Jesús. En
el fondo entre el gozo o el miedo que nos da ser seres humanos.
Algunos ni siquiera piensan en eso, con lo
cual ya han elegido. Navidad formaría parte de la cadena de la rutina de
entretenimientos con que se puede uno alejar de sí mismo y de la realidad, con
que se puede superar el horror vacui, que decían los antiguos, el miedo a la
soledad, al vacío. Eso es huir para que nada se nos acerque en serio, aunque el
precio a pagar es vivir en lo vacío e irreal.
Para otros es la celebración de la aparición de la bondad en
nuestro mundo, "Ha aparecido la benignidad de Dios entre nosotros",
dice la liturgia de estos días. "Así de humano sólo puede ser Dios",
dice Leonardo Boff.
¿Es fácil o es difícil celebrar la navidad? Mucho depende de
nosotros.
*Teólogo de la
liberación de El Salvador
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